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El Perú, en campaña

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La carrera electoral hacia las presidenciales de abril ha comenzado en el Perú. No recuerdo una campaña que no fuera sorprendente y en la que no sucedieran cosas estrambóticas. La alta carga negativa que soportan varios de quienes ocupan los primeros lugares y el todavía significativo número de votantes que no se inclina por nadie augura unas jornadas interesantes. Animo, pues, a los extranjeros que suelen ponerles atención a los comicios peruanos a último minuto a que adelanten un poco el calendario de sus desvelos. No se van a arrepentir.

A estas alturas, hace cinco años, Ollanta Humala no figuraba en ningún pronóstico serio como próximo presidente. Hoy, su estatura política, al igual que la de su mujer, se ha encogido mucho, como lo han hecho los precios de las materias primas, el crecimiento de la economía y el ánimo de los ciudadanos. En cualquier contexto, un sistema político con instituciones frágiles, escasa legitimidad social y partidos que son más bien entelequias ofrecería elecciones altamente inciertas; en éste, cualquier cosa es posible.

Las encuestas nos hablan, desde hace algún tiempo, de una candidatura, la de Keiko Fujimori, que galopa con varios cuerpos de ventaja por delante de sus competidores; de otra, la de Pedro Pablo Kuczynski, que se sitúa en un segundo lugar relativamente sólido, y de dos ex mandatarios: Alan García y Alejandro Toledo, colocados, en un tercer y cuarto lugar, respectivamente, que les hace pensar que tienen al alcance de la mano lo importante: pasar a la segunda vuelta.
Pero antes de analizar lo que puede suceder en el pelotón de avanzada, quizá convenga preguntarse lo que puede acontecer en la retaguardia. Me refiero a esos candidatos y candidatas aparentemente insignificantes que podrían dejar en esta campaña una huella más amplia de la que sus números liliputienses sugieren en este momento. Porque allí hay incógnitas no menores. Una de ellas: ¿Alzará vuelo alguna de las candidaturas de izquierda en un país donde el populismo, a pesar del éxito del modelo socioeconómico y el crecimiento de la clase media, sigue instalado en un segmento amplio de la población? Otra: ¿Está el gobierno en condiciones de potenciar una candidatura propia o es esa, como lo fue para Toledo y García en las postrimerías de sus administraciones, una misión imposible? Por último: ¿Puede surgir en las primarias de algún partido o agrupación menor una figura que haga sentir su peso en la contienda?

No tengo las respuestas a estas interrogantes, pero pongo, por un instante, el foco de atención sobre algunos nombres que pueden o no dar que hablar en las semanas y meses que vienen. La izquierda, vaya novedad, está dividida y subdividida y vuelta a subdividir, pero se perfilan dos candidaturas llamativas. Una, la de la congresista Verónika Mendoza, por el Frente Amplio, tiene varias virtudes políticas aun cuando su visión, sin ser extremista, exhibe ojeras típicas de la mala noche izquierdista (fue militante del partido de Humala pero renunció por un conflicto social que causó muertes): ha ganado unas primarias serias; tiene un background francés que, entremezclado con sus raíces cuzqueñas, despierta curiosidad; es joven, telegénica y mujer, tres cosas que, juntas, valen oro en política hoy en día. Yo, si estuviera en esa contienda, la estaría mirando de reojo porque la presentiría como un peligro potencial.

El otro candidato de la izquierda tiene muy poco de izquierda pero ha sido invitado por el Partido Humanista, liderado por una de las figuras de la siniestra peruana, un ex miembro del MRTA que fue primer ministro pero no tiene posibilidades de prosperar si encabeza la fórmula. El empresario Hernando Guerra García ha hecho de los emprendedores (palabra que hemos inventado para no decir “empresarios”, como si el tamaño del balance decidiera a qué categoría se pertenece) la causa de su vida. Su discurso es moderno, en muchos sentidos liberal, y propone algo revolucionario que podría prender allí donde la minería es hoy foco de conflictos sociales: revisar las concesiones mineras y buscar formas de que el subsuelo deje de ser propiedad del Estado para que pase a serlo de las comunidades, que negociarían directamente con los capitalistas las inversiones. En el país de los “outsiders” que es también el país de la clase media emergente, no tendría nada de extraño que un tipo así diera que hablar.

Respecto del partido del gobierno, no hay la certeza, pero sí la probabilidad, de que el general Daniel Urresti, procesado por violaciones a los derechos humanos, sea el candidato. El presidente y su mujer, acorralados por una prensa y una oposición que no dan tregua, lo sienten leal y lo saben peleador, sobre todo contra su némesis, Alan García, además del fujimorismo, su otro enemigo. La incógnita aquí no es si este caballero tremebundo y procaz puede ganar, sino cuánto daño puede hacer a la limpieza de las elecciones y a algunos de los candidatos que van por delante. Tampoco lo perdería de vista.

Por último -para terminar con los “chicos” a los que veo más significativos por ahora-, queda la posibilidad de que las primarias de partidos que fueron gobierno y entraron en decadencia, como Acción Popular, produzcan una novedad. El intelectual Alfredo Barnechea, con más experiencia de mundo que los otros candidatos “chicos”, podría llamar la atención si lograra hacerse con la nominación.

Ahora sí, volvamos al pelotón de avanzada.

Keiko Fujimori, que ostenta entre 30 y 35% de las preferencias y ha demostrado considerable talento para preservar ese primer puesto durante años, enfrenta un reto político y otro moral. El político es, como lo fue para los herederos del franquismo y del pinochetismo en sus países, convencer a un número suficiente de escépticos de que el autoritarismo y la corrupción son cosa del pasado. Sin ello, no podrá ganar en primera vuelta -como pretenden algunos de sus acompañantes en vista de la ventaja que lleva- ni en la segunda.

El reto moral equivale casi a un parricidio: enterrar a la dictadura por fin y para siempre despojándose por completo de lo que queda de ella. Sólo así sus esfuerzos por desprenderse de la mochila que carga sobre los hombros -como su admisión de los abusos cometidos y sus frases amables sobre la Comisión de la Verdad y Reconciliación- podrían ser útiles. Ella sabe bien que al antifujimorismo le pasa lo mismo que al fujimorismo: es perdurable y hereditario en la sociedad peruana. Por tanto, no basta el paso del tiempo.

Pedro Pablo Kuczynski tiene también un reto político y otro moral, aunque muy distintos. El político es no dejar que Keiko Fujimori se distancie de él lo bastante como para hacer inútil su segundo lugar y, sobre todo, mantener a raya a un Alan García que sólo puede sobrevivir en esta campaña matándolo a él. Su adversario, por tanto, por paradójico que suene, no es Fujimori, que hoy lo supera, sino García, que le sigue los pasos.

El reto moral de PPK tiene, en cierta forma, una dimensión cultural: demostrar que el éxito no es un país extranjero y que identificarse con alguien como él -un empresario de origen polaco, con pasaporte estadounidense además del peruano, cuyos 70 y tanto años están poblados de mundo- no es un acto de lesa patria sino de sentido común para un Perú que aspira a sacudirse el derrotismo y los complejos. Es un error, por tanto, como creen algunos partidarios suyos, pretender que “nacionalizando” peruano a PPK ante el electorado lograrán la victoria; lo que deben hacer es en cierta forma lo contrario: mostrar que, con sólo tener la oportunidad, cualquier peruano es capaz de ser como él, o mejor que él.

Alan García tiene un reto político que es el contrario del de PPK y un reto moral que es tan grandote como él mismo. El político es destruir a PPK. Sólo así podrá meterse en el “ballotage” y aspirar, en una segunda vuelta, a llevarse los votos antifujimoristas (aunque eso será en cualquier caso muy difícil: sostengo que el antialanismo es hoy comparable, si no superior en intensidad, al antifujimorismo, especialmente entre muchos jóvenes). Por eso tratará de “extranjerizar” a Kuczynski y de asociarlo al gobierno, hoy impopular, de Humala.

Hace pocos días, por ejemplo, García se inventó una conversación con Mario Vargas Llosa en la que éste le había dicho hace cinco años que PPK era un lobbista norteamericano que no podía ganar unas elecciones; algunos de sus miñones periodísticos atribuyeron también al novelista una frase inexistente según la cual Humala era el mejor presidente de la historia. La idea era tratar de contrarrestar el apoyo que el escritor dio a PPK durante una intervención en la Sociedad Interamericana de Prensa debilitando esa candidatura mediante la vieja técnica -esa sí, sumamente gringa- del “guilt by association”, en este caso la asociación con Humala, y su “desperuanización”.

El reto moral de García cabe en una frase pequeña: convencer a los peruanos de que la corrupción que acompaña a sus gobiernos es menor que el beneficio de su gestión. Suena un poco cínico, pero no tendría sentido que García tratara de convencer a nadie de que no hubo abundante corrupción: de lo que se trata, en su caso, es de que esos episodios sean, en el balance final, tolerables en comparación con las taras de sus adversarios y las bondades que ofrece.

Toledo, el cuarto en discordia, tiene también un reto político y otro moral, pero en su caso ambos son casi la misma cosa. El político es recuperar credibilidad para desplazar a García, del que no está nada lejos, y convertirse en el rival directo de PPK para pasar a la segunda vuelta. La mitomanía es, a ojos de millones de peruanos, uno de los rasgos característicos de su personalidad pública. Tanto así, que lo que muchos recuerdan de los escándalos éticos en que se ha visto envuelto no es realmente aquello de lo que se lo acusa, sino las mil y una versiones justificatorias. La misión moral de su campaña, por eso mismo, debe ser no tanto despojarse de las sospechas, algo que le resultaría imposible, sino, en parte como en el caso de García, tratar de reducirlas a una dimensión que sea eficiente para lo que necesita: hacerse perdonar.

Pocas veces hubo, en una campaña peruana, tanta inmoralidad concentrada, directa o indirecta, por metro cuadrado entre los candidatos presidenciales. Por eso mismo, sería temerario descartar novedades desconcertantes en una campaña que desde hace algunos meses parece relativamente definida. El grado de desafección por la política y los políticos es lo bastante alto como para esperar de este electorado caprichoso esos envites que catapultan al menos pintado en el último tramo del proceso y dejan en ridículo a los encopetados y engolados pronosticadores que cada cinco años pronuncian la misma frase: esta vez no hay lugar para sorpresas.


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