La captura de Joaquín “El Chapo” Guzmán es una buena ocasión para tratar de limpiar, en la medida de lo posible, algunas impurezas informativas que rodean todo lo que tiene que ver con el cartel de Sinaloa y la industria de la que es símbolo. Hacerlo importa porque esta crucial discusión -la de cómo abordar el comercio de estupefacientes- está hoy en una fase que podría significar un punto de inflexión después de décadas de fracasos costosos y sangrientos.
El presidente paralelo
En su texto sobre Guzmán publicado en “Rolling Stone”, el actor Sean Penn lo llama “Presidente de México” para acentuar el poder paralelo que tiene el cartel de Sinaloa en México. Pero las circunstancias de la captura en Los Mochis, en Sinaloa, y la acumulación de debilidades de carácter que llevaron al personaje a facilitar el trabajo de las fuerzas de seguridad -su pasión por la actriz Kate del Castillo, el deseo de ser inmortalizado por el celuloide, la vanidad cosquilleada por el interés periodístico de Penn- son un buen recordatorio de que el poder de quienes operan en la clandestinidad en un ámbito donde no ha desaparecido el Estado tiene una gran fragilidad intrínseca.
Las organizaciones criminales no tienen ni tendrán nunca la duración y el poder del Estado allí donde hay Estado. Otra cosa -distinta- es que una legislación idealista pero irreal, como aquella que está detrás de la guerra contra las drogas, sea garantía de que existan a lo largo del tiempo organizaciones clandestinas dedicadas a satisfacer una necesidad humana. Pero ninguna es eterna: por lo general, puede decirse que subsiste la criminalidad organizada, no organizaciones determinadas, pues unas van desapareciendo y otras van llenando el vacío de las que decaen. Por eso el cartel de Sinaloa tiene semejanzas con lo que era el cartel de Medellín en los 80 y 90, pero podemos tener la seguridad de que en unos años la organización de “El Chapo” será historia -celuloide, letra impresa- más que poder real y su jefe no será un presidente paralelo.
La extradición
La reacción inmediata de muchos políticos y líderes de opinión en México, al saberse que “El Chapo” había sido capturado por tercera vez, fue una exclamación que revelaba la impotencia institucional de ese y otros países a medio hacer: ¡Extradición!
En efecto, Guzmán tiene decenas de causas penales abiertas en seis estados de los Estados Unidos y la Interpol, por medio de la Agencia de Investigación Criminal adscrita a ella, ha comunicado el interés del vecino del Norte en que el jefe del cartel de Sinaloa sea despachado hacia allá en un avión lo antes posible. Otros narcos, como Alfredo Beltrán Leyva o Vicente Zambada, fueron extraditados en su momento, de manera que hay precedentes que pueden dar cobertura política al gobierno de Enrique Peña Nieto en ese país altamente nacionalista y sensibilizado frente a toda forma de injerencia estadounidense que es México. Además, no cabe duda de que Guzmán ha cometido crímenes, como jefe de una organización ilegal violenta, en Estados Unidos, aun si los que ha cometido en México suman bastante más.
También es cierto que, en estas circunstancias, la única garantía de que Guzmán quede definitivamente confinado entre rejas y deje de tener capacidad para mandar en su organización es sacarlo de México. Sus fugas espectaculares y políticamente vergonzosas de 2001 (penal de Puento Grande, en Jalisco) y 2015 (penal de El Altiplano, estado de México), así como la continuidad que tuvo el cartel de Sinaloa durante sus dos cautiverios, no ayudan precisamente a transmitir la idea de que las instituciones del país están en condiciones de hacer cumplir la justicia en su caso.
Pero la extradición como solución definitiva a la existencia de los carteles -y sus violentas consecuencias- es un mito. La extradición no acabó con el narcotráfico en Colombia y cuando los carteles de Medellín y Cali cayeron en decadencia en los 90 por los éxitos de la persecución contra ellos (entre otras cosas), el resultado fue el desplazamiento del control del comercio a otros ámbitos geográficos y otras organizaciones. Algunos líderes y medios de comunicación mexicanos y estadounidenses están ya vendiendo la idea de que la extradición de “El Chapo” es la clave del fin de la sangrienta guerra entre carteles, y entre ellos y el Estado, que ha atormentado a México durante años (una violencia que tuvo mayor intensidad en el gobierno de Felipe Calderón pero que no ha terminado bajo Peña Nieto ni mucho menos). En el caso de que se opte por esto -un proceso que podría durar años, como ocurrió con Beltrán Leyva, o mucho menos, como sucedió con Vicente Zambada-, es perfectamente posible que tenga un efecto determinante en el cartel de Sinaloa, pero no lo tendrá en el asunto de fondo: un desfase entre la legislación prohibicionista y la realidad que garantiza que existan organizaciones criminales que deben su poder al negocio de las drogas y que se van sucediendo en el vértice de la pirámide según unas van cayendo y otras subiendo.
El negocio de “El Chapo”
Las cifras que se citan para describir el volumen de negocio del cartel de Sinaloa y la incidencia que tiene en el mercado estadounidense son contradictorias, propagandísticas o fantasiosas, según el caso. Quienes más se acercan a la verdad son algunas entidades del gobierno estadounidense (otras son también culpables de las versiones imaginarias antes citadas). En reuniones informativas privadas me ha tocado alguna vez oír de ellas los datos más aparentemente serios: Guzmán controla una quinta parte de la cocaína que entra en los Estados Unidos. No el 100%, ni el 50%, ni siquiera la cuarta parte, pero sí un importante 20%. ¿Cuánta cocaína implica esto? Alrededor de una tonelada y media al mes. Hay otras drogas, como la marihuana (entre cinco y ocho toneladas) o la metanfetamina (cantidades no determinadas) que, junto a la cocaína, le representan a la organización de Guzmán un volumen de negocio de entre mil y dos mil millones de dólares. Las cifras más abultadas que se leen incluyen otros mercados -Sinaloa los tiene- pero no hay datos fiables respecto de ellos.
Lo que es seguro, según quienes saben de esto, es que Sinaloa no mueve al año tres mil millones de dólares, como se repite una y otra vez, pero tampoco menos de mil millones; lo más probable es que la cifra real esté en algún punto entre ambos extremos.
La geografía
Se habla de Sinaloa como de un cartel que tiene el control del negocio en 17 estados. No: tiene presencia en muchos pero lo que se llama “control” en muy pocos: puede que no sean más de cinco. Sinaloa, Yucatán y Durango, aparentemente, son aquellos donde más dominio ejercen del negocio propiamente hablando (que no es lo mismo que decir que tienen el mismo grado de poder intimidatorio sobre las instituciones en todos ellos).
La fortuna de Guzmán -que la revista Forbes ha citado en mil millones de dólares- es imposible de determinar. El acceso que tiene a ella “El Chapo” es necesariamente restringido y muchos de los negocios -algunos centenares- que lavan la fortuna ya están fuera de su alcance, bajo control de otros delincuentes. La atomización de la fortuna de un capo narco muy visible como Guzmán es directamente proporcional a su poder jerárquico en la organización, por paradójico que suene.
La pobreza
Parte del “mito Guzmán” tiene que ver con la pobreza: la de su origen, la de aquellos a los que ha ayudado, la de quienes ven en él un vehículo de ascenso económico y social. Pasaba algo semejante con Pablo Escobar, que, al igual que “El Chapo”, se inició desde muy jovencito al vincularse al tráfico de marihuana de menor cuantía.
Según los testimonios más creíbles de quienes se han tomado el trabajo de investigar al cartel de Sinaloa, la dimensión “humanitaria” y “social” de Guzmán no es comparable a la de Escobar, ni la “deuda” que tiene un sector del mundo de la pobreza en su región es tanta como la que se dice. Pero alguna hay, y no es raro: un criminal que necesita protegerse tiene que tener la tácita complicidad de mucha gente que de otra forma lo delataría o se organizaría para defenderse de una presencia tan amenazante. Sin embargo, la intimidación, según los mismos testimonios, es un arma más poderosa que el asistencialismo en el caso del cartel de Sinaloa. El jefe de los sicarios, Jorge Iván Gastelúm (ahora detenido), se encargó de eso durante buen tiempo.
Una cosa sí es cierta, según muchos conocedores: a diferencia de Los Zetas y otros grupos que forman parte de la guerra de los narcos y entre los narcos y el Estado, Sinaloa ha sido más discriminador, en su propia región, respecto del uso de la violencia, tratando de evitar que el derramamiento de sangre de gente local ajena al conflicto alcanzara niveles semejantes a los de otras organizaciones. Quizá este factor ha ayudado, junto con la capacidad intimidatoria ejercida de otra forma, a generarle a “El Chapo” lealtades sociales relativamente significativas. Pero tiendo a creer que un tercer factor fue más importante: el prestigio por contraste. A medida que crecía el descontento del país frente al gobierno y el Estado -al que percibían millones de mexicanos como corrupto, violento y mediocre- aumentaba el mito de sus enemigos. “El Chapo” suscitaba por ello extrañas simpatías. El tristemente célebre tuit de la actriz Kate del Castillo (“hoy creo más en ‘El Chapo’ Guzmán que en los gobiernos”) lo dice todo.
El debate de las drogas
Se empieza a decir -incluso algunos precandidatos presidenciales estadounidenses- que la captura de “El Chapo” pondrá fin a la movilización en favor de modificar el enfoque de la lucha contra las drogas. En otras palabras: sufrirá un gran revés la idea de sustituir la militarización y criminalización del combate contra las drogas por una visión centrada en la salud pública y el fin del prohibicionismo, al menos en su magnitud actual.
Es un error de percepción notable. Ha llegado ya tan lejos la noción de que la guerra contra las drogas es un fracaso, que para abril de este año, 18 años después de una famosa asamblea sobre el narcotráfico, Naciones Unidas tiene programada una reunión basada en un creciente consenso: la necesidad de un cambio. No sabemos aún qué consecuencias prácticas tendrá ese cambio, ni el grado de consenso que habrá sobre la mejor forma de encarar el reto de aquí en adelante. Pero el espíritu de los tiempos, el “zeitgeist”, ha sufrido una modificación notable. Quien crea que la caída de “El Chapo” -en el supuesto de que su captura sea, esta tercera vez, su final- va a alterar la conclusión de que la guerra contra las drogas en su forma actual es un fracaso, comete una ingenuidad. Una ingenuidad que quedará al descubierto muy pronto, cuando se compruebe que el negocio sigue intacto, independientemente de quién lo maneje o cómo se llame la organización -o la zona geográfica- de quienes manden sobre él.