Se ha abierto un áspero debate sobre si el actor Sean Penn, que entrevistó a “El Chapo” Guzmán para la revista Rolling Stone en la clandestinidad en México, debe ser procesado por México o Estados Unidos. Es una discusión que se abre cada vez que un medio de comunicación publica una entrevista con un delincuente prófugo. ¿Es el periodista culpable del delito de ocultar a las autoridades el lugar dónde está el sujeto buscado? ¿Es el periodista, por el hecho de tener tratos clandestinos con el prófugo, culpable de ayudarlo a burlar a la Justicia o por impedir que la policía cumpla su trabajo?
Sean Penn tiene una vocación por causas tercermundistas, algunas nobles y otras mucho menos, entre ellas las de dictadores latinoamericanos a los que ha aplaudido desde la comodidad bienpensante. Y el texto que ha publicado en Rolling Stone es bastante menos sexy de lo que cabría suponer. Lo que realmente interesa en ese reportaje es el relato del encuentro mismo; es más un texto sobre el propio Penn que sobre “El Chapo”. Pero ni las criticables actitudes políticas, ni la calidad del texto, ni el hecho de que Penn sea periodista sólo ocasional constituyen razón alguna para que sea perseguido judicialmente.
Me atrevo a vaticinar que no lo será. Habría que procesar a centenares, acaso millares, de periodistas. Osama Bin Laden fue entrevistado por Robert Fisk, Peter Arnett, John Miller y Rahimullah Yusufzai. Ninguno fue condenado a nada.
A menos que el periodista haya ayudado a una persona buscada por la policía a evadir a las autoridades, no es culpable de las circunstancias por las cuales el prófugo sigue prófugo. Las legislaciones de Estados Unidos y México no convierten en asociación ilícita el contacto que pueda tener cualquier persona con alguien que ha cometido un delito si no hay complicidad. El énfasis está siempre en el entorpecimiento de la labor de la Justicia o la asistencia que se haya prestado al delincuente.
Hace unos años, investigué el tema migratorio en la frontera entre México y Estados Unidos. Visité Altar, localidad en el desierto de Sonora, donde entonces partía la ruta de ingreso clandestino principal a EE.UU, que conducía al desierto de Arizona. Descubrí que la Iglesia Católica que protegía a los inmigrantes tenía contactos frecuentes con narcotraficantes, especialmente el cartel de los Beltrán Leyva. Lo hacían porque querían garantías de que los migrantes no serían atacados por los narcos creyéndolos miembros de una banda rival o infiltrados de la policía. Esos heroicos curas tenían con los delincuentes contactos de una naturaleza bastante más importante que el que tuvo Sean Penn. ¿Violaban la ley? No: de lo contrario el gobierno mexicano, que no ignoraba esta realidad y estaba en guerra frontal con los carteles, hubiera intervenido.
Quienes entrevistamos toda clase de personajes oscuros, ¿violábamos la ley obteniendo la información que luego publiqué en mi libro? Quienes fuimos una mañana interceptados por un helicóptero de los Beltrán Leyva que se posó a pocos metros de nuestro auto cuando cruzábamos el desierto mexicano, ¿éramos cómplices de los delincuentes porque, al comprobar que no éramos una mafia enemiga, nos dejaron seguir? Se lo preguntamos a uno de los curas y respondió: “La policía sabe que están allí”.
Si prohibiésemos el contacto periodístico con el mundo del crimen, ¿la sociedad estaría más o menos protegida? No lo dudo: estaría menos protegida. Más aun en sociedades donde las autoridades son muchas veces parte del mundo del delito o las instituciones frágiles no cumplen su función. Arrojar luz sobre ello no puede ser una mala cosa.