Las elecciones regionales francesas han dado escalofríos a medio mundo. Que el Frente Nacional de Marine Le Pen se haya posicionado como el primer partido de Francia y haya obtenido el mayor número de votos en la mitad de las regiones (en algunas, como Norte-Paso de Calais-Normandía, con más de 41%), es un acontecimiento mayúsculo.
La progresión del Frente Nacional ha sido continua, elección a elección, en los últimos años; de allí la lectura subliminal a la que se presta lo ocurrido en las regionales: el riesgo de que el casi 30% de votos obtenido por el Frente Nacional aumente en los próximos 18 meses y las elecciones presidenciales coloquen a Marine Le Pen en El Eliseo.
Muchos factores han contribuido a este ascenso. Uno importantísimo es la sagacidad de Marine Le Pen. Su estrategia, conocida como la “desdiabolización” de su partido, consistente en adecentar a una agrupación que carga con el estigma del neofascismo, no hubiera podido tener este éxito parcial sin su determinación. Ha demostrado estar dispuesta a todo -incluyendo la expulsión humillante de su padre, el fundador del partido-para lograr su objetivo. Un aspecto clave de la “desdiabolización” ha sido mudar el perfil sociológico de la extrema derecha mediante la adecuación del discurso ideológico y político a la marginalidad contemporánea.
Así, el antisemitismo ha sido reemplazado por un discurso más bien de izquierda, destinado a explotar el descontento de sectores obreros y la clase media venida a menos. Su arma para ello es el nacionalismo, como lo suele ser en un partido de extrema derecha, pero tocando teclas económicas; de allí la hostilidad a la Unión Europea y a la globalización, los perfectos chivos expiatorios de las dificultades de los últimos años y de las dislocaciones que la economía moderna provoca en países con mayor rigidez estatista, como Francia.
Dos factores adicionales que engrosan la lista de simpatizantes son la inmigración y el terrorismo, fenómenos que el Frente Nacional ha logrado que se asocien entre sí en el imaginario de un sector. La crisis de los refugiados y los atentados del 13 de noviembre han permitido a Le Pen atizar calculadamente la ansiedad de la población.
Por último, el hecho de que el Frente Nacional esté gobernando unos cuantos municipios permite a Le Pen proyectar ante los menos hostiles la imagen de un partido que juega el juego democrático y gestiona sin demasiados sobresaltos el poder.
La gran pregunta, ante el peligro de que una fuerza ultranacionalista con ribetes neofascistas sea gobierno en Francia, es qué deben hacer la derecha moderada, agrupada en Los Republicanos de Nicolás Sarkozy, y el Partido Socialista del Presidente Francois Hollande. Esto no está claro.
De cara a la segunda vuelta en las regionales, algunos socialistas han anunciado que se retirarán en favor de la derecha moderada para frenar a Le Pen. Pero Sarkozy no quiere que su gente haga lo mismo en favor de los socialistas, hoy muy desgastados, en las circunscripciones donde ellos están mejor colocados; el ex Presidente sabe que una parte del éxito del discurso “anti-establishment” de Le Pen consiste en tratar a las dos grandes fuerzas tradicionales como si fuesen lo mismo.
No menos incierta es la respuesta que pretende dar Europa. Se baraja suspender el acuerdo de fronteras abiertas conocido como Schengen, dar marcha atrás en la hospitalidad con los refugiados y otras opciones. Pero todas ellas tienen costos altos y suponen desnaturalizar, para complacer a la extrema derecha, el gran proyecto europeo. Mientras discuten, Le Pen avanza.